Sin duda podemos encontrar muchísimas definiciones del universo en los libros de ciencia y filosofía pero, para cada persona, el universo está constituido por todo aquello que aparece en su mente. Y solo por eso. A esto que aparece en nuestra mente, lo entendamos o no, lo llamamos realidad. Su dimensión y complejidad nos hace difícil definir y comprender por completo esta realidad, pero todos la experimentamos como algo que nos impacta, nos incluye y determina nuestra existencia.
Esto vale para todo el mundo. Pero algunos, la consideramos además como un marco que requiere de nosotros una respuesta consciente para transformarlo y hacer que evolucione. El caso es que, sin este propósito, si no tuviéramos necesidad alguna de encontrarle sentido y de colaborar en su realización, nos resultaría imposible reconocernos como espíritu.
Cosmos significa en griego: orden; es lo contrario de caos. No podemos imaginar un universo caótico: lo podremos entender más o menos, pero tenemos que concebirlo como algo con dirección y propósito. Y carece de lógica imaginar un propósito que no se lleva a cabo. De hecho, cuando nos proponemos un objetivo no conseguimos sentirnos satisfechos hasta haberlo completado. Pero claro, si nos referimos al cosmos y constatamos la brevedad y limitación de nuestra existencia, no podemos por menos que pensar que nos va a resultar imposible protagonizar su consumación; solo podemos participar en el proceso.
Dicho de manera que resulta paradójica: el sentido y el propósito del mundo no lo podemos descubrir en la existencia.
Solo podemos satisfacer nuestro deseo de comprender qué estamos haciendo aquí, de intuir por qué existe el mundo y por qué existimos cada uno de nosotros, indagando en el origen: cósmico y personal. Esta es una opción viable porque procedemos de este origen. Ahí está el qué y el porqué de todo lo que se presenta ante nuestros ojos; así como la razón y motivación que nos impulsa a intervenir en ello. Descubrimos esta razón en nuestra naturaleza esencial y en el hecho de poder actuar en este plano existencial como instrumentos de la misma.
Nuestro origen es el Ser que nos crea a través del potencial que somos. Dios se manifiesta a través nuestro en una creación que nos incluye como seres conscientes. Y esta conciencia nos permite captar tanto lo material como lo espiritual, realizando en nosotros mismos el propósito divino de compartir la experiencia de la creación.
Es un proceso que surge de una energía que da lugar a todas las formas; el desarrollo de estas formas produce estructuras capaces de autorreproducirse: a estas formas las llamamos vida. Las formas vivas se desarrollan a su vez hasta dar lugar a organismos capaces de darse cuenta de sí mismos: a estas formas las llamamos conscientes. Y estas conciencia se pueden desarrollar hasta evidenciar que las formas están hechas de la Energía matriz, de la Inteligencia que les da orden y sentido y de la interrelación que las hace experimentar la unidad. Es lo que llamamos Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Corre de nuestra cuenta recorrer este camino que, al mismo tiempo que cósmico, puede ser personal. Si atendemos a nuestro origen de una forma experiencial, en vez de pensarnos como seres individuales existentes en el cosmos nos descubriremos como seres cósmicos participando en la existencia.
Pero esto requiere una investigación personal, no se enseña en la universidad ni se descubre pasando por la existencia sin pena ni gloria, sin dificultades y sin interrogantes. El mundo vivido de esta manera, o peor todavía: interpretado como una injusticia, carece de sentido. Es totalmente absurdo. Para rescatarnos de este absurdo, Dios se encarnó explícitamente en un ser humano. Esperando ser descubierto por todas las demás encarnaciones.
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