Asociación para el Desarrollo de la Conciencia y la Autorrealización
El P. José Luis Santos, de Oseira, tiene gran facilidad para encontrar metáforas que aclaran el sentido de algunas lecturas que se escuchan en las liturgias. La que viene a continuación es suya y me ha dado permiso para utilizarla.
El vencejo es un pájaro común en nuestras latitudes; suele verse en grandes bandadas, a mediados de primavera, cuando vuelve de África para anidar durante el verano: siempre con la misma pareja y siempre en el mismo sitio. Este pájaro se alimenta de insectos que caza volando con el pico abierto.
Pero no solo caza volando; de hecho lo hace todo volando, incluso aparearse y dormir: para dormir las bandadas ascienden a un altura de 2 o 3 mil metros, y se mantienen, medio aletargados pero sin dejar de mover las alas, sostenidos por corrientes de aire. Así, volando, pueden permanecer meses y meses sin descansar; solo se posan en lugares altos para anidar y nunca descienden al suelo.
Decía Antonio Blay que la espiritualidad es la experiencia del espíritu. Posiblemente sea esta experiencia lo que define los primeros años de nuestra infancia porque de hecho estamos buscamos la felicidad, el sentido y la seguridad que experimentamos cuando todavía no nos habían desconectado del fondo. Si no hubiéramos vivido esta experiencia no tendríamos demanda alguna de estas cosas, porque nadie desea algo que desconoce y menos todavía, si no es material y tangible. Por otro lado, decimos que, en sus primeros años, el niño no se diferencia de la madre ni se tiene a sí mismo por algo separado del entorno: señal de que tiene otro punto de referencia de sí distinto de su cuerpo.
Más tarde, de forma progresiva, el entorno nos enseña a identificarnos primero con el cuerpo que tenemos y más adelante nos obliga a confundirnos con nuestras posesiones y a olvidarnos por completo de nosotros mismos. Nos identificamos con el cuerpo, los conocimientos, las relaciones y el poder que conseguimos y nos olvidamos de nuestra identidad esencial que permanece en el inconsciente como algo inútil. En el mejor de los casos, asoma la cabeza cada vez que atravesamos alguna situación crítica: cuando el recurso a lo material parece imposible o inútil.
Se avecina una tormenta de sinceridad. Los líderes mundiales se han cansado de tanta contención y han decidido que ya está bien de ser políticamente correctos, así que van a decir públicamente lo que piensan y al que no le guste que se aguante. Y esto generará una ola de agitación, porque hay mucha gente que hace tiempo que se siente reprimida e ignorada y considera que los poderes públicos favorecen y conceden toda clase de ventajas a los que, procedentes de otros países, “vienen a quitarnos el trabajo”. Ya era hora de que alguien defendiera a la gente de aquí y restableciera el orden y las buenas costumbres de toda la vida.
Dice Antonio Blay: la lucidez es el que ve en el acto de ver; el sujeto que ve y la actualización de la capacidad de ver; actualización que, obviamente requiere de un objeto que está siendo observado. Pero fijaros que aquí no hay juicio por ninguna parte; la lucidez no opina si lo que ve está bien o está mal. Ve lo que hay y el sentido que tiene.
Últimamente se habla mucho de exceso de información. Dicen que este exceso nos impide asimilar una noticia porque justo cuando la estamos mirando nos llega otra. Dicen que esto ha conseguido hacernos impermeables a las desgracias y que las cosas que suceden ya no nos sorprenden ni nos alteran. En otras palabras: no tenemos tiempo de juzgar la información que recibimos y nos olvidamos de ella. Y se quejan de que esto genera despreocupación moral, porque no juzgamos ni condenamos; ya nada nos sorprende.
En mi artículo del mes pasado comentaba que con el desplome de la Unión Soviética había caído también el humanismo: la idea de que la sociedad evoluciona apoyándose en el esfuerzo del ser humano. Me olvidaba de Cuba, de la revolución que hizo posible que un pueblo condenado a ser el burdel de los EEUU se levantara y alcanzara con su esfuerzo la completa alfabetización de sus gentes y la sanidad gratuita para toda la población.
Nadie discute la importancia que ha tenido el pensamiento racional y el desarrollo de la ciencia en la evolución de la humanidad. Otra cosa es que podamos seguir manteniendo la idea de que estos factores, por sí solos, nos conducirán al incremento de la conciencia y a la felicidad.
Desde la Revolución Francesa el pensamiento filosófico no solo se había considerado capaz de explicar todos los fenómenos sociales sino que presentaba los periodos turbulentos de la historia como una transición entre un nivel de desarrollo agotado y otro superior.
La encíclica del Papa Francisco sobre el trato que el ser humano está dando al planeta del que formamos parte no dice nada que no se esté afirmando desde hace tiempo: Dios dijo “dominad la tierra”, no dijo “destruidla”; el sistema capitalista opera exclusivamente en términos de beneficio a corto plazo y no considera como gasto la destrucción del medio ambiente; los estudios de preservación del mismo que se adjuntan a los grandes proyectos urbanísticos son un trámite meramente estético para cubrir las formas; los gobiernos son incapaces de tomar decisiones a largo plazo, más allá del período que les toca gobernar y se despreocupan de los problemas que sus decisiones van a causar a las generaciones futuras, etc.
El privilegio más grande del Trabajo espiritual es descubrir que las ilusiones de nuestra infancia están de nuevo a nuestro alcance. Si tu infancia es normal, en los primeros años no tienes que preocuparte por nada: el entorno se cuida de ti, te sientes querido, aceptado y valorado, vives rodeado de estímulos y celebraciones, tu vida es una constante y apasionante aventura y no te acabas el mundo.