Esto último se refiere al mito del Génesis:
Adán y Eva, después de haber caído en la trampa de querer ser como Dios, se esconden cuando Él los llama. Y al preguntarles por su conducta responden que se han dado cuenta de que están desnudos.
A esto le sucede la expulsión del paraíso y la condena a ganar el pan con el sudor de la frente y a parir con dolor. Pero no es un castigo divino sino la percepción de la existencia desde la impresión de no ser, de no valer y de no poder: una idea generada por el intento fallido de prescindir de Dios y organizar la existencia por nuestra cuenta.
Los animales tienen mucho menos poder que nosotros y viven tan satisfechos porque no pretenden dominar el mundo. En cambio, el ser humano quiere apoderarse de todo, empezando por lo que tiene a su lado. Y al verse incapaz, se enemista consigo mismo y con toda la gente de su entorno.
La materia no tiene ninguna responsabilidad en esto. Es como si nos hubieran entregado arcilla para hacer figuras y la estuviéramos utilizando como proyectiles para tirárnosla por la cara. En vez de colaborar con Dios en la creación hemos intentado sustituirlo y somos los responsables de este desaguisado.
Es el drama que resulta de prescindir de la esencia. La esencia lo contiene todo porque todas las formas proceden de ella; sin embargo, la forma se desorienta cuando pretende constituirse en el centro de la realidad y poner a las demás a su servicio. En este propósito invertimos nuestras capacidades. Y convertimos la existencia en un conflicto entre aquellos que nos acompañan, a título de colaboradores, y aquellos que compiten con nosotros por este objetivo irrealizable.
Los disfraces que nos ponemos desde el personaje solo nos sirven para disimular nuestra desorientación: no hemos conseguido gran cosa pero a otros les ha ido peor; no somos felices pero nos hemos sacrificado mucho; no entendemos nada pero no vamos a escuchar a nadie; porque los demás todavía saben menos que nosotros.
Es lógico que consideremos un peligro el encuentro con Dios porque con estos disfraces estamos impresentables. De ahí el miedo a la muerte.
Pero Dios no nos rechaza, solo nos llama la atención acerca de este extraño complejo que tenemos de estar desnudos: “¿Quién te ha dado esta idea?” nos pregunta.
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