Fijaos que hemos sido educados con ciertas expectativas: “fueron felices y comieron perdices”. Pero claro, lo fueron después de haber superado situaciones muy complicadas. Por eso son interesantes los cuentos; porque los protagonistas superan dificultades.
Imaginaos una narración en la que todo el mundo cumple con su cometido y nadie tiene dificultad alguna; todo el mundo va cada día de casa al trabajo y del trabajo a casa; sin meterse en líos ni buscarse problemas. ¿Qué interés tendría esta narración? Sin estas situaciones complicadas a las que intentamos responder, ¿cómo sería nuestra existencia?, ¿un recorrido de la cuna a la tumba sin mayores sobresaltos?
Cuando echamos una mirada a la historia advertimos grandes avances que protagonizaron en su momento nuestros antepasados. Sin embargo, estamos muy lejos de lo que el ser humano puede dar de sí. Por eso nos involucramos en los problemas que se nos presentan, por este impulso a realizar algo que intuimos como un mandato depositado en nuestro corazón.
Es un impulso inherente a nuestra naturaleza espiritual que tira de nosotros para que ampliemos la conciencia de nuestra realidad hasta alcanzar el nivel que revistió Jesucristo. Siempre se nos ha indicado que hemos de “imitar” a Cristo. ¿Cómo podríamos hacerlo si nuestra naturaleza no fuera como la suya? ¿Acaso una tortuga puede imitar a un caballo?
Pues, atando cabos, si Cristo se nos presenta como el Logos encarnado, a quien Dios quiere porque es su propia imagen, esta es también la atención que recibimos nosotros. Y vamos tomando conciencia de ello a medida que respondemos con este mismo amor que nos ha sido dado.
Imagen: Pixabay